Archivo del Autor: Rob McEnroe

Mi querido Parque del Seguro Social

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Mi querido Parque del Seguro Social

No recuerdo la fecha exacta de la primera vez que pisé aquel legendario recinto; mi memoria sólo rescata el año, 1992, y el juego: Charros de Jalisco visitando a Diablos Rojos del México.

Era una tarde especial. Fernando Valenzuela, el mejor lanzador mexicano de todos los tiempos, había vuelto a la Liga Mexicana de Béisbol para formar parte de la rotación abridora del equipo jalisciense.

No sé si días o semanas antes, el “Toro de Etchohuaquila” ya había pisado el diamante del Parque del Seguro Social para enfrentar a los entonces Tigres Capitalinos, hoy de Quintana Roo (curiosamente, ahora es parte de los socios propietarios de esa franquicia), provocando una verdadera locura en la Ciudad de México. Esta vez, no fue la excepción; la otrora Catedral de Béisbol estaba a reventar.

Conseguir las entradas no habría sido fácil, pero tuvimos la suerte de que una de mis tías trabajara en el área de sistemas de un banco, principal socio patrocinador de los Diablos Rojos del México (ya se cocinaba la venta del equipo a Alfredo Harp Helu), y le otorgaron 10 cortesías.   

A aquel juego llegamos algo tarde, por ahí de la segunda baja, pues habíamos ido por la mañana a otro evento en la Ciudad Deportiva. Nada más al entrar en el inmueble, sentías y respirabas el béisbol. Era como si el diamante tuviera vida propia y su alma fueran los peloteros. El corazón se me aceleró a mil cuando vi aquello. Los colores del campo se hacían más fuertes sin el reflejo del Astro Rey; el cielo estaba gris y había amenaza de lluvia.  

Desgraciadamente, nos dividieron porque ya no cabía ni un alma; a mi mamá, a uno de mis hermanos y a mí, nos enviaron a la zona donde estaba la pequeña porra de los Charros de Jalisco. Ni siquiera pudimos tomar asiento; había un evidente sobrecupo, pues incluso en los pasillos podías ver público sentado.

No fue la mejor experiencia en ese momento porque, a mis siete años, tenía bien puesta la franela de los Diablos; me sentía incómodo en esa zona (y no sólo por estar de pie todo el juego). La gente de Charros era brava y de vez en cuando soltaban algún insulto fuerte contra la gente de la capital, que por supuesto, me molestaba.

 Una imagen curiosa es que la gente se acercaba entre entradas con sus banderines (fueran de Charros o incluso de Diablos) para que Valenzuela estampara su firma. No era para menos. ¡Era FERNANDO VALENZUELA! Lo estaba viendo en vivo, lanzando con maestría su tirabuzón a pesar de que lo mejor de su brazo y repertorio había terminado por desvanecerse en las excesivas entradas trabajadas en Grandes Ligas con los Dodgers bajo el mando de Tommy Lasorda.

Claro, como buen chamaco, no lo dimensioné hasta muchos años después. No quise caminar por los pasillos saltando gente para conseguir la firma del mejor pelotero que ha visto nacer este país. Motivos hubo por lo menos tres, hoy absurdos: un poco de fobia social, mi apoyo incondicional a los Diablos, no saber el tamaño de personaje… en fin.

El resultado tampoco lo recuerdo bien. Según tengo registrado en mi cabeza, el Toro dejó el juego ganado en el sexto rollo y después aparecieron los maderos de los Pingos para darle la vuelta y vencer.

Lo importante para mí, sin embargo, había sido entrar en contacto con ese maravilloso escenario, que me terminó de enamorar de la pelota, un deporte que está en mis venas gracias a mi abuelo materno, quien me enseñó las reglas y lo fue convirtiendo en parte de mi cultura con base en ver junto a él los juegos de Grandes Ligas cada fin de semana.  

El regreso al Parque del Seguro Social fue todavía más especial. Mi papá adquirió un miniabono para tres series. Recuerdo que la primera de ellas era contra los Sultanes de Monterrey. A diferencia de la vez anterior, llegamos temprano. Fue entonces que comencé a notar aquellos detalles cuya presencia da más sabor al juego: el repaso al line up, los tacos de cochinita (irónicamente, ya no me gusta la carne de puerco), el sonido seco de los golpes a la pelota, el anuncio del orden al bat… uff. Poco a poco, mi cabeza registró los apellidos de los protagonistas: Verdugo, Sandoval, Ramírez, Tatis, etc.

Las tardes en el gigante de Avenida Cuauhtémoc y Viaducto fueron inolvidables para mí. La pelota, la tranquilidad que se combinaba con la emoción, la convivencia con mis padres… nunca he vuelto a vivir algo igual. Ese lugar era único en muchos sentidos, sobre todo porque el deporte que en él se practicaba permitía eso: convivir, estar en familia y pasar un muy buen rato. Quizá lo único un poco molesto eran los vendedores de apuestas que pasaban de forma clandestina con sus papelitos antes del playball, pero hasta eso le daba un inigualable ambiente beisbolero.

El Parque del Seguro Social me llenó de recuerdos agradables. Por eso, cuando cerró sus puertas al llegar el cambio de siglo, sentí una tristeza inconmensurable. El día que inició su demolición, una parte de mí fue demolida también.

Hoy en su lugar se levanta la plaza comercial Parque Delta, cuyo nombre homenajea al estadio antecesor del Seguro Social. Dicen que al interior de este complejo puedes encontrar espacios que recuerdan su pasado beisbolero, e incluso una placa en donde se encontraba el home. No lo he atestiguado; nunca he puesto un pie en ese sitio, pues prefiero recordar la esquina de Cuauhtémoc y Viaducto tal como mis ojos la registraron aquel verano de 1992.  

Besos de chicle… o cómo aprendí a valorar mi creatividad

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Besos de chicle… o cómo aprendí a valorar mi creatividad

Lo dijo Schopenhauer: “Todo deseo nace de una necesidad, de una privación, de un sufrimiento. Satisfaciéndolo, se calma. Mas por cada deseo satisfecho, ¡cuántos sin satisfacer! Además, el deseo dura largo tiempo, las exigencias son infinitas, el goce es corto y mezquinamente tasado”.

La creatividad es un deseo de plasmar los pensamientos y sentimientos, de buscar comunicar alguna cosa. Y puede ser que busques comunicar algo sólo a ti mismo antes que a los demás.

¿Es posible seguirla llamando así cuando se supedita enteramente a la opinión del resto? Aunque al reflexionarlo suene contradictorio, es algo muy común y básicamente, así funciona nuestro sistema.

A través del tiempo, aprendemos que nuestra creatividad estará el 90% del tiempo sujeta a lo que alguien más opine o ‘necesite’ de ella: sea en la vida escolar o laboral, siempre existirá ese lindero. Pocas veces eres realmente libre para explotar lo que existe en tu cabeza cuando expresas algo por encargo.

Cuando era pequeño, mi creatividad salía a flote únicamente cuando me encontraba solo en mi habitación con mis juguetes. Podía crear cualquier historia sin la influencia de terceros. Fuera de eso, el encargo me provocaba cierta pereza. Ya fuera en el Kínder o en la Primaria, los encargos de “escribe un cuento” o “haz un dibujo” tenían alguna instrucción específica que, aunque fuera en menor medida, te limitaban.

Por ese motivo, siempre he pensado que mi vida cambió a partir de un episodio curioso. En 1995, mi papá, con muchos sacrificios, me compró mi primera guitarra: una de Paracho, que estaba un poco rota y requería ciertas reparaciones pero todavía generaba un sonido medio decente.

No fue que la guitarra hiciera que de inmediato comenzara a ser creativo. Por el contrario; lo primero que hice fue tratar de copiar lo que hacían los demás, “sacar” las canciones de otros. Hice eso hasta el verano de 1998, cuando tenía 13 años. Un buen día de esos, mi hermano mediano (soy el menor de tres hijos) me hizo la pregunta clave: “¿Por qué no escribes una canción tú en vez de tratar de tocar las de otros?”.  Lo tomé como un desafío; tomé mi lápiz y un papel… y no me salió absolutamente nada.

Ahí fue cuando comprendí qué era la inspiración, pues el arte (bueno o malo) nace de la del deseo de comunicar algo que piensas o sientes. Hacer una canción es satisfacer y calmar esa necesidad de quien la compone (o descompone), parafraseando a Schopenhauer. Y en ese momento, no sentía la necesidad de comunicar nada.

Las cosas cambiaron una tarde de 1999. Ya como un adolescente completo, encontré en una compañera de escuela esa inspiración, el deseo de escribir algo. Una chica de cabello castaño, cuyo nombre nunca supe (pues era de otro salón), se convirtió en el detonante de mi creatividad sin límite, aunque esto pasó unos cinco o seis años después en realidad. Explicaré por qué.

A los 14 años, mi gusto musical giraba en torno al ska y el punk, por influencia justamente de mi hermano mediano. Y en esos géneros, por aquel entonces, la melosidad no era exactamente bien vista. Obviamente, yo quería componer algo que sonara agresivo. Dentro de mi mente, todavía educada socialmente dentro de cierto machismo prevalente en aquellos años, cualquier cosa diferente era una “jotería”, “cosa de mujercitas y maricones”.

Irónicamente, no pude hacer sino plasmar algo meloso que, en un principio, me avergonzó: “¿Cómo voy a componer esto? Es una mariconada cursi”. Y sin embargo, lo había hecho aceptablemente. No una, sino dos veces. Así pues, casi sin querer (diría Miguel Bosé), nacieron mis dos primeras canciones: “Besos de chicle” y “Jazmín”, que inicialmente no se llamaron así.

De entrada, las deseché, pues era algo que seguro “a nadie le gustaría” y “no se vería bien”. Mi fobia social, timidez y retraimiento fueron elementos importantes también para olvidarlas por un rato. No entendía que a quien estaba comunicando aquello era a mí mismo. Era una voz que decía en resumen esto: “la chica me gusta y no la voy a tener porque estoy feo”.

Pasaron cinco años de aquello. Con el surgimiento de las redes sociales, entablé una “ciberamistad” con una chava de nombre Daniela, cuya firma al dejar un mensaje en la plataforma MySpace era “besos de chicle”.  

Aquello fue el final de la vergüenza y la estupidez. Recordé la canción que había comenzado a construir un lustro atrás y encontré que esa frase encajaba a la perfección en la melodía. Igualmente, pensé en la chica que la había inspirado; ¿qué habría sido de ella? Eso fue un nuevo punto de partida: me dije que reescribiría la canción con base en lo que sentía en ese momento, en lo que necesitaba comunicar, y lo haría solo para mí mismo, no para alguien más. No tenía el sueño de convertir eso en otra cosa que no fuera mi propia satisfacción.  Así pues, me dije que NUNCA cambiaría ni una sola palabra al plasmar esta obra, mala o buena, en el papel. Y lo hice.

Se convirtió en un inocente y simplón añoro de la vida juvenil, la difícil transición de la adolescencia a la adultez. Ya no me importaba ser agresivo ni querer hacer que mis líneas fueran como las de Bob Dylan. Sin pretensiones, fue algo puro, lo que en verdad pensaba y quería decir con lo primero que llegó a mi mente.

Con una nueva guitarra acústica, tomé un micrófono, lo conecté a la computadora y grabé  “Besos de chicle”, una cursilería con prosa limitada que, sin embargo, me satisfizo. Y ya encarrerado, grabé también “Jazmín”, la otra canción que había hecho en aquellos años, y a la que no le cambié absolutamente nada sino el nombre de la protagonista para que rimara más (tuve una compañera llamada así que también me gustaba, pero la letra era sobre la otra chica).

Más allá de que esta historia seguro será intrascendente para quien la lea, tiene un epílogo importante: es fundamental siempre dar un espacio a la creatividad pura, plasmar lo que sientes, ya sea escribiendo, dibujando, haciendo un monito de plastilina o cualquier cosa que te venga a la mente. Después de todo, para sobrevivir entregarás la mayor parte de tu mente a las ideas y deseos de quien te pague el sueldo.

Que no te importe lo que se vaya a pensar de ti. Tu creatividad es esa voz necesaria a la cual en algún momento debes dar salida por salud mental.

Por eso, bobalicona y todo, me sigue gustando “Besos de chicle”, aunque no sea algo que yo consumiría (motivo suficiente para nunca haber intentado dedicarme a la música):

Internet le permite ser otra persona

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Internet le permite ser otra persona

Entrevista realizada en febrero de 2009

Alejandra no es una chica que se considere a sí misma atractiva dentro de los estándares que se han impuesto en la sociedad occidental. Tiene dentadura grande, nariz muy afilada, cabello rizado con un mechón rosa y un tono amarillento en su piel.

Tras de sus anteojos con armazón color morado oculta, además de una mirada pícara que apenas asoman sus diminutos ojos, una enorme inseguridad.

Quizás eso la motiva a convertirse en ‘Miranda’, desatacada usuaria de un foro juvenil en cuya foto de perfil se observa a una chica blanca que tiene un look parecido al emo y una pose un tanto provocativa.

«No soy bonita. Por eso lo hago; puedo tener eso que las otras (chicas) tienen en la escuela o en la colonia», me dice.

Tengo por unos segundos la intención de explicarle que la belleza es algo tan subjetivo como el gusto por una canción u otra. Pero deseo ahondar en su mundo. No ha sido sencillo llegar a este punto de confianza; necesito conocer sus motivaciones y experiencias, las diferencias entre Alejandra y Miranda.

«Alejandra está bien pinche fea. A ella no la busca ningún chavo. Miranda es popular y todos quieren salir con ella. Me ruegan por una videollamada, pero siempre les digo: ‘no porque me dan miedo los desconocidos’. Se la creen, aunque por teléfono sí me han hablado».

¿Y en su carácter? ¿Qué tiene Miranda que no tenga Alejandra?

«Nada. Soy yo misma, pero con una cara bonita. Me gusta coquetear, echar el coto, compartir canciones…»

¿Por qué no ser Alejandra en el foro, entonces?

«Porque ningún chavo me pelaría. Y yo quiero tener aunque sea relaciones por internet. Quiero saber qué se siente tener un novio, que me digan cosas bonitas. A Miranda todos la hacen sentir como una princesa. A Alejandra nadie la voltea a ver».

Lejos de ponerse emotiva, lo dice con una tranquilidad que me provoca mucha sorpresa. No le incomoda convertirse en otra persona para sentir, a través de la frialdad de una pantalla, que es una persona a quien los chicos aman y las chicas envidian.

«Alguna vez me quedé de ver con un chavo. Me gustaba mucho. Hablamos por teléfono, nos dedicamos canciones y hasta me mandaba crédito para el celular», recuerda para luego soltar una de las carcajadas más sonoras que haya percibido en mi vida.

«Estuve a nada de ir. En verdad me gustaba, pero al final me abrí. Le dije que no podía porque tenía miedo de conocer gente por internet».

Alejandra acomoda su muñequera del grupo Panda, se amarra el cabello y me muestra todos los mensajes privados que le envían a Miranda en ese foro. Es, sin dudas, una usuaria muy popular.

Eso sí, desde hace un par de semanas ha comenzado a cuidarse más, pues una usuaria menor de edad fue acosada por un señor mayor de 40, algo que en verdad le provoca temor. Sin embargo, advierte que eso no la detendrá de seguir siendo una persona diferente en la red.

«Si no lo voy a tener en la vida real, al menos aquí sí», justifica. «El 14 de febrero, a todas las chavas del salón les dieron alguna tarjetita. A mí sólo mis dos amigas me dieron unos dulces y dijeron que me quieren mucho. Yo también a ellas, pero sentí feo de ver cómo los chavos les regalaban cosas y a mí nada de nada. En cambio, a Miranda le mandaron imágenes, cartitas (sic) y le dedicaron rolitas bonitas».

En el foro, ella es selectiva. En ese mundo virtual, hace exactamente lo que a ella le aplican en la vida real. Por un momento pienso en una suerte de venganza con el mundo, pero no es más que una chica proyectando los valores y estereotipos impuestos por la sociedad que la formó.

¿Cuánto más vivirá Miranda?

«Hasta que la descubran».

 

 

19 de septiembre…

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19 de septiembre…

Han pasado prácticamente 10 meses de aquella pesadilla que siempre esperé, como buen chilango traumado con los sismos.

Escribir sobre el tema me es triste, pero al mismo tiempo esperanzador. No quise hacerlo unos días después del suceso, cuando todos lo hacían, pues todavía estaba asimilando tanto lo que había pasado como la respuesta que tuvo la sociedad mexicana ante los desastres ocurridos en Oaxaca, Chiapas y la Ciudad de México con apenas unos días de diferencia. Necesitaba procesar la vivencia: el susto, el silencio, la esperanza y el orgullo.

Hoy puedo mirar las cosas desde la perspectiva de la experiencia, y al mismo tiempo lo hago exiliado de mi ciudad natal. Aclaro que se trataba de un plan trazado muchos años atrás, algo ajeno en un 80 por ciento a los terribles terremotos del 7 y 19 de septiembre de 2017.

Con las heridas un poco frescas pero en proceso de cerrar, me doy este pequeño espacio para contextualizar lo que viví tanto a nivel personal como siendo miembro de la maravillosa sociedad civil que mostró su mejor cara esos aciagos días en los que el verano se despidió con tristeza del centro y sur de México.

El susto

Septiembre había comenzado de forma convulsa para mí por muchos motivos. El mes anterior, mi papá había sufrido un infarto; salvó la vida por muy poco. Ha sido la mayor angustia de mi existencia hasta ahora.

Apenas me reponía mentalmente de ese episodio cuando comencé a sentir sensaciones extrañas a nivel laboral. En ese momento me encontraba trabajando en una empresa editorial deportiva, donde de alguna manera estaba dejando de ser útil para los propósitos que a esas alturas buscaban mis jefes y patrones. Pensaba, sin equivocarme, en un final próximo a esa aventura.

La noche del jueves 7 de septiembre regresaba del trabajo hacia mi casa con cierto desánimo. En esos días, vivía con Pamela, mi esposa, en la calle de Luxo en la vetusta Colonia Industrial de la Ciudad de México, fraccionamiento construido al norte de la capital hacia 1926 en una zona relativamente fangosa (si bien las construcciones siempre han tenido gran resistencia en ese barrio). Mientras caminaba sobre el inestable puente peatonal que conecta a la estación ‘Potrero’ del Metrobús con la lateral de la Avenida Insurgentes Norte, pensé fugazmente en un sismo; días atrás, mi hermano Rodrigo me había dicho textualmente: «Hace un chingo que no tiembla fuerte. Ya viene alguno».

Llegué a casa cerca de las 23:45. Cansado y preocupado por el futuro, saludé a Pamela. «Debo tomar un baño. Lo necesito», le dije. «Mejor espera a mañana, ya es muy noche», respondió. No la quise escuchar; en verdad requería el contacto con un poco de agua tibia para relajarme.

Pasaron unos minutos y abrí la llave para que se activara el bóiler. Apenas me había quitado la ropa y las primeras gotas caían sobre mi cuerpo cuando escuché el grito de mi esposa: «¡Roberto, sal, sal rápido! ¡Alerta sísmica!». Quizá pocos habitantes de la capital lo recuerden ahora, pero un par de días antes se había activado la alerta por accidente. Por ese motivo, me sentí un poco nervioso al principio, mas no aterrorizado. Como pudo, Pamela me llevó una bata y una toalla para que saliera inmediatamente. Prácticamente medio desnudo y mojado, bajé la escalera hacia la calle y me coloqué con ella en la entrada del inmueble.

Con la primera sacudida, me di cuenta de que no era un terremoto pequeño: «¡Ven, vamos hacia enfrente del parque María Luisa!», le dije, pues una de las esquinas es el único punto donde no hay exceso de cableado. Mientras el movimiento se hacía más violento, Pamela comenzaba a ponerse más nerviosa, por lo que la abracé lo más fuerte que pude. «Ya está pasando», trataba de calmarla a sabiendas de que era una mentira. Afortunadamente, poco a poco las cosas volvieron a la normalidad.

Cuando todo terminó, cometí un grandísimo error: subí a terminar de bañarme casi como si nada hubiera pasado. Hice una inspección rápida del inmueble y no vi nada fuera de lo común, pero fue una completa imprudencia. Eso sí, nunca volví a entrar sin miedo a la regadera en esa casa.

El servicio eléctrico se cortó por unos 25 minutos. Como todavía teníamos una línea analógica de Telmex, fuimos capaces de comunicarnos con nuestros familiares; todo sin novedad. Al volver el servicio, comenzaron a llegar las noticias del desastre en Oaxaca y Chiapas, donde viven muchísimas personas en condiciones de pobreza extrema. Lo primero que Pamela y yo pensamos fue en juntar víveres para quienes lo necesitaran. En ese momento no teníamos mucho dinero y contábamos únicamente con un par de latas de atún y verduras.

Los días pasaron y por motivos de logística y tiempo no pudimos hacer nuestra aportación en esos momentos. No sabíamos que muy pronto esa ayuda sería requerida mucho más cerca de lo que imaginábamos.

La noche del domingo pensaba en qué hubiera pasado si el epicentro de ese sismo, de magnitud 8.2, hubiese sido más cercano a la capital. Me preguntaba si la sobrepoblación y el abuso en las construcciones, que sin dudas estaban afectando el suelo de la ciudad, podrían ser el preludio de un desastre descomunal. Fue en uno de esos momentos cuando planteé la posibilidad de acelerar uno de mis grandes objetivos: mudarme a Querétaro para mejorar mi calidad de vida.

Entre el susto y la posibilidad de quedarme sin ingresos (algo que me inquietaba más que un terremoto), comencé a buscar vivienda más allá de las fronteras capitalinas.

El silencio

La siguiente semana, hubo una junta entre los mandos de la empresa editorial donde laboraba en la que se determinó mi salida. Apenas un día después de una reunión general en la que se trazaron objetivos claros para el último cuatrimestre del año y nos pidieron ponernos la camiseta más que nunca, recibí una llamada telefónica en la que fui informado de mi despido; se requirió de mi presencia para explicarme los motivos, aunque yo ya los sabía de antemano: desgaste, interés en otro perfil de trabajador, ahorro de recursos, etc.

En principio, recibí la noticia sin molestia. A fin de cuentas, había sido una gran oportunidad para aprender, conocer gente muy valiosa y sentirme parte de un proyecto que creció muchísimo con el paso de los años, aunque en un sentido no muy cercano a mis fortalezas.

Estaba asustado; me quedaría sin ingresos y el sueldo de mi esposa no nos alcanzaría ni dos meses para sobrevivir. Aunque las personas que prescindieron de mis servicios me ofrecieron alguna ayuda para encontrar un nuevo trabajo, algo que sin dudas consideré para salir de la urgencia financiera, tuve mucha suerte de ser considerado por un par de amigos para su naciente proyecto deportivo. Decidí tomar la oferta al instante, pues además de ser algo que dominaba totalmente, me permitiría trabajar a distancia, situación que podría aprovechar para continuar con los planes de una mudanza a futuro, quizás en uno o dos años. Esa decisión me hizo vivir el segundo terremoto otra vez en casa.

La nueva aventura laboral comenzó el lunes 18 de septiembre. Con un entusiasmo que se piensa los treintañeros ya no tenemos, inicié mis labores. Fue un día de aprendizaje, buenas sensaciones y también de nostalgia, pues me reencontré, aunque fuera vía remota, con viejos buenos amigos. Por ese motivo, las cosas no se complicaron. Fue un buen inicio.

El martes 19, el sol brillaba intensamente al norte del ex-DF. Ese día habría un simulacro a las 11 de la mañana en conmemoración al 32 aniversario del terremoto de 1985. Como suele pasar en muchas colonias de la capital, la gente no tomó en serio el ejercicio de evacuación.

«Nadie hizo caso a esto, pero cuando venga el sismo fuerte de verdad, se volverán locos y no sabrán qué hacer», comenté en el ‘chat’ laboral tras reincorporarme luego de evacuar y verificar las zonas de seguridad (que en ese sitio son escasas, pues si no se te cae un poste encima sí puede hacerlo un árbol).

A las 13:14, mientras terminaba de escribir una nota, sentí una leve trepidación. Fueron unos tres segundos de dudas, pues normalmente el edificio se movía de esa manera cuando pasaba transporte mediano o pesado sobre la calle Fundidora de Monterrey. Reaccioné rápidamente al notar que no había escuchado ningún vehículo así, por lo que en unos 10 segundos ya estaba en la esquina «segura», donde casi no hay cables. Sin embargo, cuando el movimiento se tornó más violento, muchísimo más que el del 7 de septiembre, decidí correr al parque María Luisa.

Ahí debí sujetarme de una pequeña cerca metálica que protege a los árboles de menor tamaño, pues el terremoto era tan fuerte que a todas las personas nos costaba mantener nuestro centro de gravedad.

Cuando todo terminó, miré el rostro de quienes se encontraban a mi alrededor: estaban aterrorizados. Probablemente mi cara era exactamente igual a la de ellos, pero no estaba frente al espejo para comprobarlo. Salvo el susurro de algunas personas preguntándose si estaban bien, el shock hizo enmudecer el sitio. Por unos segundos, vinieron a mi mente mis seres queridos: mi esposa, mis padres y hermanos, mis dos sobrinos recién nacidos (que estaban en ese momento en la Colonia Doctores), los abuelos, todos mis familiares. Temes lo peor.

Al volver a casa, vi los daños: algunos vasos y adornos despedazados, una pequeña grieta junto a la ventana de la sala y otra cercana al baño, ninguna de consideración. Sin energía eléctrica una vez más, por vez primera en mi vida «escuché» el silencio. No había voces, el trino de las aves era inexistente y los perros no ladraban. Era tan incómodo como estresante.

Las comunicaciones se cayeron totalmente en esa zona. Sólo mi línea telefónica analógica funcionaba correctamente. De esa forma pude saber que todos mis familiares se encontraban a salvo. Pero no podía comunicarme con mi esposa. Fueron minutos de una angustia indescriptible. Al poco rato, una de mis tías consiguió conectar con ella. Me tranquilicé, y sé que Pamela también cuando le comunicaron que yo estaba bien.

Encendí un radio recargable para saber las nuevas. Las primeras informaciones eran confusas; los locutores, todavía tensos y nerviosos, comentaban que se trataba de un sismo de magnitud 6.8 con epicentro en Puebla. Entre la confusión, yo no concebía que se tratara de un movimiento tan «ligero», pues lo había sentido muchísimo más que el de hacía un par de semanas.

Poco después comentaron que se trató de dos terremotos, el ya mencionado anteriormente y otro de magnitud 7.1 con epicentro en Morelos. Ahí fue cuando entendí la fuerza del sismo: la cercanía a la capital y la posible poca profundidad eran elementos a considerar para la percepción que tuve del fenómeno.

Sin certezas de nada, subí a la azotea, en donde se encontraba la jaula de lavado, para verificar que no existieran fugas de gas, y de paso tender una ropa que se había tallado por la mañana. A lo lejos, pese a la bruma contaminante, pude ver un par de pequeñas columnas de humo. Mi corazón se aceleró de forma considerable, pues entendí de qué iba la cosa.

Al bajar de la azotea, escuché a uno de los reporteros de la estación decir estas palabras: «Pido a la sociedad civil, a los bomberos, a los paramédicos, a los topos, a toda la gente que hace 32 años salió a ayudar, que vuelvan a hacerlo. Estoy en Álvaro Obregón 286 y la zona es un desastre; un edificio de oficinas se vino completamente abajo». Sentí el impulso de salir a ayudar, pero decidí esperar a Pamela. No quise irme de casa y provocarle un mayor susto del que tenía.

Las noticias de derrumbes, colapsos y daños se sucedieron una tras otra durante casi una hora. El silencio que predominaba en la calle de Luxo sólo era roto por mi radio y el sonido de las ambulancias que circulaban por la zona.

A través de los altavoces de la Secretaría de Seguridad Pública nos pedían no encender cerillos ni provocar algún chispazo mientras no se diera la indicación de que no había fugas de gas. Sin embargo, el sonido era tan poco claro que la gente, lejos de tranquilizarse, se alteró más.

A eso de las 16:40 horas, el servicio eléctrico se restableció en la Industrial. Fue entonces que pude presenciar a través de imágenes televisivas la magnitud del desastre. Mi mayor impacto se dio cuando conocí el colapso del edificio de Coquimbo 911 en Lindavista, la colonia que me vio nacer un 28 de marzo.

Pasadas las cinco de la tarde, Pamela llegó a casa. Nos abrazamos y soltamos algunas lágrimas. Estábamos muy afectados emocionalmente, pero no por el sismo, sino por el temor a la pérdida. No hacía mucho tiempo, ella había visto fallecer a su mamá, la persona más cercana que tenía; yo había vivido el infarto de mi papá y mi despido en sólo unas cuantas semanas.

Esa noche decidimos salir a comer unas quesadillas cerca del metro Potrero. Fue nuestra forma de asimilar las cosas. Nos dijimos que sería al día siguiente cuando tomaríamos las pocas cosas que tuviéramos para ir a algún centro de acopio.

La esperanza

A las 6:45 de la mañana, luego de dormir no más de tres horas, escuché que había un centro de acopio en el Deportivo Miguel Alemán, ubicado en el corazón de Lindavista.

De inmediato, nos levantamos. Tomamos las latas de atún, un par de aguas, cuatro cubetas, medicinas, gasas, objetos para la limpieza y el aseo personal y salimos hacia el lugar. En un principio quisimos llevar las cubetas a Coquimbo, pero por cuestiones de seguridad no nos dejaron pasar, así que fuimos directamente al Miguel Alemán.

En ese lugar, mi perspectiva del terremoto cambió por completo. Había muchísima gente llevando tantas cosas, tratando de ayudar y poner su granito de arena que incluso al recordarlo se me rozan los ojos. Por iniciativa de Pamela, pusimos manos a la obra nosotros también (yo estaba medio apendejado todavía, debo decirlo).

Aunque fuera por unas horas, las clases sociales se fueron a la mierda; lo mismo estábamos personas de clase media baja que gente humilde, niñas popis, señoras ricachonas, trabajadores jóvenes y muchos estudiantes de la zona. Mientras algunos hacíamos cadenas para organizar el traslado de víveres, otros armaban paquetes de comida para llevar a los rescatistas y voluntarios en las zonas más afectadas: Roma-Condesa, Xochimilco, la delegación Miguel Hidalgo, algunas partes de Cuajimalpa, los municipios de Morelos y varias zonas de Puebla.

Cargamos de todo esa mañana. Cajas de casi 20 kilos, paquetes enormes de aguas y despensas, medicinas, herramienta, ropa, etc. La ayuda parecía interminable.

Una escena describe mejor que nada el momento que vivimos esa mañana: una chica que no pasaba de 20 años, aproximadamente de 1.45 metros de estatura y con los brazos de la mitad del grosor que los míos (y eso que siempre he sido bastante delgado), estaba a mi lado en la cadena humana, levantando objetos cuyo peso hubiera sido para ella insoportable en otro momento. «Llevo aquí desde las cinco de la mañana y a las 11 debo irme a trabajar», me dijo cuando le pregunté si quería tomar un descanso. «No he comido nada más que una botella de agua y una mandarina, ¡pero siento que tengo superpoderes! Nada me detiene».

Sus palabras fueron como una inyección de adrenalina para mí, y al mismo tiempo sentí vergüenza de mí mismo por no haber tenido antes su claridad, su fuerza de superhéroe, pues sentía dolor en los brazos (también me preocupé por ella, ya que debía comer algo o podía colapsar; afortunadamente, una persona le ofreció un refrigerio minutos después). Apenas llegaron unas camionetas, me impulsé como resorte para ayudar a llevar las cajas, seguramente las más pesadas que he cargado en mi vida, pero que se convirtieron en plumas por unos minutos.

También quedé gratamente sorprendido por la capacidad organizativa de mi esposa, quien de inmediato llamaba la atención a toda persona que quería tomarse una foto «para el Facebook» en la cadena humana en vez de poner manos a la obra.

Ver a tanta gente sacar fuerzas de no sé dónde, su enorme fuerza de voluntad y la imperiosa necesidad de ayudar, nos devolvieron la esperanza. A comparación de miles de personas, nosotros hicimos muy poco, realmente casi nada. Los voluntarios del Miguel Alemán y otros centros de acopio, los rescatistas, aquellos que pusieron manos a la obra en los refugios para daminificados, incluyendo a aquellos que llevaban música y actividades de entretenimiento para los niños, merecen todos los aplausos del mundo. Ustedes, queridos amigos, son los verdaderos superhéroes de este país.

Estuvimos unas cuatro o cinco horas ahí. A pesar de que sólo traíamos fruta en el estómago, rechazamos los refrigerios. «Que los coman quienes llevan más aquí y los voluntarios que lo necesiten», fueron las palabras de Pamela. Sólo aceptamos una pequeña botella de agua.

Debimos partir porque ella no podía pasar tantas horas sin comer debido a un problema crónico de salud. Caminamos hacia una pizzería ubicada en Avenida Montevideo, desde donde presenciamos el lamentable show que la televisión estaba montando en plena tragedia. Dejando de lado en un 80 por ciento su labor informativa, los noticiarios convirtieron varios de los rescates en una telenovela lacrimógena de la que querían sacar provecho y rating. Fue bochornoso.

El orgullo

Nunca como antes, sentí un inmenso orgullo por la gente que habita este país. Como en todos lugares, existen personas que son una verdadera mierda, empezando por todos aquellos que permitieron las corruptelas (construcciones irregulares, mal uso de suelo, etc.) que derivaron en la tragedia del 19 de septiembre de 2017, pero son los menos.

Prefiero recordar esos días viendo la imagen de las personas que se volcaron a las calles a ayudar a sus hermanos en desgracia tal como lo habían hecho 32 años antes.

El terremoto tuvo varios efectos en mí. Primeramente, entendí que no me equivocaba al pensar que la ciudad esta rebasada. Muchas de las construcciones que se han hecho de forma irregular son producto de la sobrepoblación de la Ciudad de México. Entonces, mi mejor forma de ayudar a la capital fue partiendo de ella, cosa que hice en diciembre de ese año.

Por otra parte, observar la solidaridad de las personas, la forma en que se usaron las redes sociales para ayudar y darme cuenta de que los jóvenes no estaban tan dormidos en sus laureles como pensaba, me dieron nuevos ánimos y esperanzas en un futuro mejor para mi país, tan azotado por la violencia, el crimen, los malos gobiernos y los desastres naturales.

Dos o tres días después del terremoto, un hashtag se convirtió en trending topic en Twitter: «#HoyTengoFe». Era representativo de lo que vivíamos las personas de la Ciudad de México, Morelos, el Estado de México, Puebla, Chiapas y Oaxaca en esos momentos.

 

Cuando el amor no conoce prejuicios

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Cuando el amor no conoce prejuicios

Son las dos de la tarde. Marisa se levanta de la sala cuando su tetera comienza a silbar, como si fuese la señal de que es momento de iniciar la charla.

En ese momento, Octavio respira profundamente y mira a su esposa partir a la cocina. Ya tienen dos años de casados, pero sus ojos emanan un amor profundo hacia la mujer que eligió para pasar el resto de su vida.

«Creo que no pude encontrar mejor mujer. Es la suerte, mi hermano. Sonará cursi, pero yo no la busqué: nada más nos encontramos», dice.

Y vaya que pueden entenderse las palabras de este ingeniero en Sistemas Computacionales. Marisa ha sido su apoyo total cuando parecía que con nadie podría ser él al 100 por ciento. Probablemente cualquier otra persona no habría soportado la idea de tener que convivir a veces con Chantal, su parte femenina.

Octavio es crossdresser. El término, aunque ampliamente conocido en los países de habla inglesa y en sitios como Argentina y España, es todavía un tabú en México.

Los crossdressers son hombres o mujeres que de vez en cuando visten como personas del sexo opuesto. Su orientación sexual es intrascendente, pero la mayoría de ellos son tipos heteros que realizan esta actividad en secreto. Sus motivaciones pueden ser muchas, pero todos tienen algo en común: una necesidad psicológica de hacerlo.

«Antes de conocer a Marisa, tuve un par de relaciones que fracasaron. En cuanto tomaba confianza y hablaba sobre Chantal, ellas no lo entendían. Pensaban que estaba loco, que era un degenerado o que estaba confundido sobre mi orientación», explica Octavio.

¿Qué te motivó a iniciar en el crossdressing?

«Muchos comienzan desde niños cuando se prueban la ropa de su mamá o sus hermanas. En mi caso fue en la adolescencia. Como era muy flaco, mi hermana siempre me decía que seguro su ropa me quedaría -lo hacía por chingar-. Un día, nada más por probar, le pedí una de sus blusas y unos jeans. ¡Me quedaron demasiado bien!».

«Como es lampiño y está guapito, no le costó mucho parecer una nena», interrumpe Marisa entre risas. Da un sorbo a su té de canela y besa a su esposo.

¿Cómo fue que se conocieron? ¿Por qué aceptaste la existencia de Chantal, Marisa?

«Ambos estábamos en la misma escuela, nada más que yo estudiaba Diseño Gráfico. Siempre veía a este chico subir a las salas de cómputo, pues yo tenía una clase ahí mismo. Recuerdo que eran todos los jueves a las 11 de la mañana. Me llamaba muchísimo la atención. Siempre he sido miedosa, pero quería conocerlo».

«Y se inventó lo más tonto para empezarme a hablar, pero yo también babeaba cuando la veía», expresa Octavio mientras ella sonríe con complicidad y acomoda su cabello castaño.

«Le pregunté si no era uno de mis compañeros de la primaria, porque se parecía mucho», explica Marisa. «A partir de ahí nos hicimos amigos, y como al mes me invitó a salir. Todo fue perfecto, casi como un cuento rosa…».

¿Y por qué aceptaste su lado crossdresser?

«A eso iba, aguántame tantito. Todo fue como un cuento rosa hasta que un día nos fuimos a su casa y éste cometió un descuido: me dejó usar su computadora y le encontré fotos de Chantal. No era fea, debo decirlo…».

«Solía borrarlas», ataja Octavio. «Me vestía, me maquillaba, tomaba fotos, las guardaba como una hora en mi computadora; luego me sentía culpable y las borraba en chinga».

Por esa situación, se podría pensar que la aceptación de esta personalidad de su pareja fue difícil para Marisa, pero en realidad ocurrió todo lo contrario.

«Así de primera sí me saqué ‘gacho’ de onda y le pedí que me dijera qué chingados significaban esas fotos», recuerda. «Yo sabía lo que eran los crossdressers, así que cuando me lo dijo, fingí que me valía madre y seguimos como si nada, pero por una semana anduve con muchas dudas; fue un golpe que no me esperaba».

«No se lo había comentado antes porque tenía miedo al rechazo», explica él. «Chantal había acabado con dos de mis noviazgos, pero ahora se trataba de alguien a quien amaba en verdad. Cuando vio la foto, sentí que me moría».

Pero Marisa pasó del shock a la aceptación, y en un acto de amor inmenso, comenzó a apoyarlo en todo sentido.

«Me di cuenta de que era sincero, de que estaba sufriendo por tener que esconderse. No sé si sea cosa de los diseñadores, pero en general somos muy abiertos al mundo. Por eso me convertí en su cómplice de todo: fuimos juntos a comprar ropa, maquillaje, pelucas y joyas», dice. «Como a las dos semanas empezamos a hacer sesiones. Convertí a Chantal en una mujer muy bien arreglada y atractiva».

¿Salen juntos a la calle?

«No. Es una actividad que él prefiere mantener privada. Yo lo entiendo y apoyo, aunque en verdad no me importaría».

Pocas son las mujeres que aceptan la vida de un crossdresser, más en países con una fuerte tradición conservadora y machista, como ocurre en México. Marisa es una de esas contadas personas.

«Hay chavas y señoras que ponen reglas a sus parejas. Les piden que la parte femenina no entre en la habitación, por ejemplo, o que no las besen. Yo respeto, pero se me hace una mamada. Cuando te enamoras de alguien, te vale madre la ropa que use. ¡No te enamoras de su vestimenta!», expone indignada.

A pesar de realizar esta actividad, Octavio explica que no se siente parte de ninguna comunidad ni pertenece a un colectivo.

«Los cross no solemos tomar banderas de ninguna parte porque no somos una minoría que busque derechos ni peleamos por equis cosa. Esto es algo muy nuestro, privado. Es como un hobbie nada más».

¿Existe alguna asociación que ayude a que las parejas acepten a las personas crossdresser?

«Hace algunos años había una agrupación llamada «Crisálida», pero desconozco si todavía existe. En realidad, nunca necesité de eso, porque todas mis frustraciones se fueron al carajo cuando Marisa me aceptó. Era todo lo que me importaba y quería: alguien que me amara como ella lo hace, sin prejuicios».

¡Súbale, quedan dos lugares más!

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¡Súbale, quedan dos lugares más!

Este pequeño reportaje lo hice en la Universidad hace cerca de 10 años. Lo entregué como un trabajo que seguro terminó en el cesto de basura. Revisando mis notas viejas, lo rescato como un valioso testimonio de esos trabajos que pocos notan.

«¡Quedan dos más! ¡Dos más a Prados Sur, Eje 8!». Es el sonido de una voz con un timbre tan peculiar, desgarrado y con un elevado nivel de decibelios que puede llegar a provocar una migraña si no se está acostumbrado.

Es la sección F del paradero del metro Indios Verdes. Ahí, en medio de puestos ambulantes, enormes filas de personas y una mezcla de olores peculiares (el olfato percibe por igual garnachas, humo de autobuses, papas fritas y meados), se aprecian varios personajes cuya labor es ayudar a llenar las unidades antes de que éstas partan a sus destinos.

Quien haya utilizado el transporte foráneo de la Zona Metropolitana del Valle de México sabrá perfectamente que en hora pico ningún autobús, microbús o combi puede partir si no tiene cada uno de sus asientos ocupados. Ese es el trabajo de Luis, uno de los encargados de subir personas a los autobuses de la concesionaria Transportes Ecatepec.

«¡Un lugar más a Real del Bosque! ¡Pásele, queda uno más!», grita con la garganta ya desgastada. Son las 8 de la noche y ha estado aquí desde el mediodía. Su piel no tiene un tono moreno natural, sino más bien quemado, lo que demuestra que el sol de este día y muchos otros le ha castigado fuertemente.

Cuando el último pasajero sube, el chofer le da a Luis cinco pesos de recompensa. Él toma las monedas, se persigna y las mete en su bolsillo. Es poco dinero, pero servirá para llevar comida a casa.

«Nos repartimos los autobuses», dice. «Además de mí, hay otras dos personas. El (autobús) de atrás le toca al Chabelo«, explica mientras toma una caja con paletas y una bolsa transparente que tiene chicharrones y cacahuates.

Mientras camina hacia la siguiente unidad que le corresponde llenar, cierra sus ojos de forma fuerte para tratar de mantenerse despierto. En este momento las horas pesan más, pero es cuando más se facilita su trabajo, pues los ríos de gente son interminables.

«Cuando ya casi están llenos, me subo a vender», dice mostrando la bolsa con chicharrones y su caja con paletas.

«Si sólo ayudara a subir gente, no me alcanzaría el varo. Haz la cuenta; en un buen día saco unos 20 autobuses y cada uno me da entre cinco y 10 varos, ¿cuánto me sale? Entre 100 y 200. Con eso nada más como yo. Por eso vendo estas madres. Son un ‘aliviane’ también. Lo bueno es que la gente llega con hambre (al paradero), pero hay días bien pinches jodidos», agrega con una mueca de molestia.

Luis tiene dos hijos: la más grande, Mónica, va en cuatro de primaria. El más chico, Luisito, entró este año a primero.

«Mi esposa también tiene que darle para mantener a los chamacos; ella anda vendiendo chetos y chicharrones con salsa afuera de una escuela. También son unas buenas chingas, y vivimos al día», abunda.

El pasado de Luis era un poco diferente. Las jornadas de trabajo eran largas y extenuantes a cambio de un salario casi mínimo, pero por lo menos había prestaciones. Ahora no las tiene.

«Yo antes trabajaba en una fábrica de cartón acá en la Vía Morelos (Ecatepec), pero hubo recorte (de personal) y me tocó. Mi cuñado anda de chofer y me ayudó con este jale en lo que salía otra cosa según, pero ya llevo cinco años».

En la parte más próxima al puente que lleva a los vehículos hacia la avenida Insurgentes Norte se encuentra la base de combis de la Ruta 30. Ahí las condiciones cambian. Quienes se encargan de llenar las unidades son también ‘checadores’ y organizan las salidas.

Uno de ellos, que prefiere no decir su nombre, explica que sacan entre 3 y 4 mil pesos al mes. Tienen prestaciones (vacaciones, aguinaldo e IMSS), pero sus jornadas laborales llegan a ser hasta de 12 horas con un día de descanso entre semana.

«Es muy pesado y a veces te enfermas rete gacho, pero a los supervisores eso les vale madre. Si fallas un día que no te toca descansar, te corren. Necesitas de plano estarte muriendo y sacar una incapacidad para que te den chance», dice resignado.

Cada día, de lunes a domingo, estos personajes hacen un trabajo duro que apenas es notado por los usuarios. Es mal pagado y no tiene posibilidad de crecimiento.

«Es lo que hay por ahora», concluye Luis. «Prefiero hacer esto que otras mamadas de estarle robando a la gente o vendiendo drogas. Dios me está viendo y lo sabe. No tengo mucho varo, pero a mis hijos no les ha faltado un platito de frijoles en la mesa porque trabajo honradamente».

De niño quería ser…

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De niño quería ser…

Siempre he amado las tardes de diciembre que nos regala en Valle de México: hay un cielo azul y despejado, el sol calienta poco pero mantiene la temperatura más o menos templada y el ambiente festivo comienza a palparse en las calles de los barrios.

Estoy mirando por la ventana de esta calle de la Colonia Industrial de la Ciudad de México. El viento mueve las ramas de los árboles, cuyas hojas se han vuelto un poco pálidas por las bajas temperaturas de las madrugadas y los amaneceres gélidos que acompañan a estas fechas.

Esa palidez en las hojas de mis vecinos verdes hace que vuelva la cabeza más de 20 años atrás: el casi invierno de 1996. Lo recuerdo a la perfección porque fue la última kermés navideña que pasé en la primaria donde estudiaba en el Estado de México. Los pequeños árboles de los jardines comenzaban a tomar ese tono amarillezco que hoy se replica ante mis ojos.

Para no desviarme mucho del tema que quiero tocar, seré breve. Ese mediodía compré una tostada de pollo y subí al segundo nivel de uno de los edificios escolares. Mientras degustaba una de mis comidas favoritas, miraba con curiosidad el juego mecánico que habían instalado en el exterior de la escuela. Me preguntaba cómo era que a mis compañeros les provocaba cierto placer sufrir de esa manera: gritaban de horror y reían al mismo tiempo.

Mientras estaba perdido en mis pensamientos, fui asustado involuntariamente por Danae, mi entonces mejor amiga, quien acostumbraba llegar de la nada y hacerme brincar aunque nunca fuese su intención.

—¿Qué andas haciendo acá arriba? —me preguntó.

—Comiendo… —respondí haciendo alguna mueca.

Ella conocía mejor que nadie mi tendencia antisocial y el fastidio que me provocaban las fiestas, por lo que hasta consideré tonta la pregunta.

Durante un minuto, ambos nos quedamos viendo todo el movimiento que conllevaba la kermés sin cruzar palabra ni mirada alguna, hasta que sin algún motivo en especial lanzó una pregunta típica de los niños:

—Oye, Robert, ¿qué quieres ser de grande?

Debo decir que por aquellos años era algo indeciso, por lo que seguramente di como cinco respuestas a esta niña. Tal vez dije piloto, músico o alguna otra cosa que hoy me provocaría vergüenza. Pero recuerdo perfectamente la última profesión que le confesé como sueño: locutor de radio.

La radio siempre fue misteriosa para mí. Imaginaba no sé qué cosas en una cabina. No pensaba en consolas o productores detrás de un vidrio diciendo «vamos a corte». Pensaba en otra cosa. Era una especie de magia a mi entender: una persona frente al micrófono llegando a millones de oídos atentos a su voz.

Pensar que existe algo por descubrir es la base de los sueños. Y eso es fantástico cuando eres un niño. Pero las prioridades cambian conforme creces, pues los sueños empiezan a hacerse un tanto dependientes de las circunstancias. O por lo menos eso es lo que se cree.

A los 11 años quería ser locutor según mi confesión a Danae. Cuatro años más tarde, quería ser ingeniero. No era para menos; había entrado en la consciencia capitalista del dinero. Un locutor desempleado no sabe si comerá mañana, pero un ingeniero empleado puede ganar una millonada con los años y aspirar a irse al extranjero.

La infelicidad se adhirió a ese sueño ingenieril que entró con calzador. Estuvo ahí, oculta como bomba de tiempo, durante cinco años. Fue hasta que tenía 20 años cuando lo entendí.

En ese entonces, estudiaba ingeniería en Electrónica en la Universidad Autónoma Metropolitana de Azcapotzalco, al norte de la Ciudad de México. Aunque fue una etapa valiosa por los amigos que hice (mis mejores recuerdos escolares son de ese lugar) y llevaba relativamente buenas calificaciones, realmente no me apasionaba lo que hacía. Y cuando lo que haces no te gusta, eres miserable.

Una tarde de septiembre (ese mes siempre ha sido una maldita calamidad), mientras volvía a casa, tuve un serio problema de salud: estaba sufriendo una deshidratación y mis días estuvieron cerca de terminar en un autobús que circulaba por Avenida Montevideo.

Después de ese día, nada volvió a ser igual. Mi rendimiento escolar bajó un poco, pues era incapaz de estar tranquilo y concentrarme. Para el siguiente año, una neuropatía y un severo ataque de ansiedad me enviaron a la cama. Por consejo médico tuve que parar totalmente.

Fue en ese entonces, mientras me recuperaba poco a poco, que entendí algo: parte de lo ocurrido se debía a la infelicidad. Entonces boté dos años y medio de carrera a la basura para empezar nuevamente de cero. Y decidí mi ingreso a la Universidad Nacional Autónoma de México en la carrera de Ciencias de la Comunicación.

Mi parte subconsciente sentía todavía la necesidad de ser locutor… y aunque finalmente no lo sería, la carrera fue mucho más de mi gusto porque en cierta forma se acercaba a lo que había sido mi sueño de niño.

Todo esto viene a colación por un motivo: el objetivo principal de toda persona debe ser la felicidad. Y esa felicidad podría estar encerrada en un deseo, una añoranza de la época más pura de tu vida.

¿Recuerdas lo que deseabas ser? ¿Lo eres? Probablemente no. Esas añoranzas infantiles y adolescentes se reprimen por muchas circunstancias, dejando algunas veces ese cabo suelto que en algún momento te llevará a algo llamado frustración, ese sentimiento que acompaña al 90 por ciento de los adultos.

No soy locutor, pero sí comunicólogo. Al menos algo hice por alcanzar ese sueño…

No estoy seguro de que mi amiga Danae, de quien no sé nada desde hace 20 años, haya logrado su sueño. Tal vez lo cambió conforme iba creciendo. Sólo la vida lo sabe, pero su respuesta cuando le devolví la pregunta que me hizo, fue sólo una, y mucho más terrenal que algunas de las que di:

—Yo seré veterinaria —me dijo con seguridad.

Si el médico de tu mascota se llama Danae, probablemente sea ella. Por el bien de su felicidad, ojalá que esa respuesta sea positiva.

Oh, es verdad… recuerda algo: casi todos los sueños no tienen edad límite para cumplirse. ¡Quizá todavía estés a tiempo de cumplir el tuyo!

 

 

Glosario de términos inútiles; letra A

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Glosario de términos inútiles; letra A

Abajo: Lugar en el que siempre estaremos los jodidos (cogidos y pisoteados).

Abdomen: Parte del cuerpo que por genética y (pésima) alimentación es generalmente muy redonda en el mexicano promedio.

Abiogénesis: Prácticamente así nació Jesús según los religiosos.

Aconsejar: Hacer que otro cometa los errores que tú ya cometiste. Así no te sientes tan solo en tu pendejez.

Anomía: Estado en el que han aprendido a vivir muchos mexicanos (sobre todo en Ecatepec y Veracruz).

Amor: Un sentimiento que generalmente exige mucho y entrega poco.

Armonía: Aquello en lo que el ser humano no ha aprendido a vivir.

Arte: Cualquier chingadera que se le ocurra valorar a un hipster o a un grupo de mamones alzados.

Aversión: Lo que sienten nuestros gobernantes respecto a la honradez.

Avitaminosis: Condición general del 60% de la población de América Latina.

Axioma: Así pretende el PRI que tomemos los informes y datos del licenciado Enrique Peña Nieto.

La era del trabajo remoto

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La era del trabajo remoto

¿Acaso puede llamarse «alta calidad de vida» a lo que se tiene en las grandes urbes? Esta pregunta puede tener más de una respuesta dependiendo de la definición que el lector quiera darle a ese término, pues tiene muchas matices, desde el ámbito sociológico-económico hasta otros más subjetivos, mayormente relacionados con la psicología.

Si lo consideramos un término meramente sociológico, se puede decir que la gente tiene en promedio una alta calidad de vida en las grandes urbes (es decir, ingresos se suponen lo suficientemente buenos para vivir «cómodamente», aunque esto se puede debatir). Ahora bien, si nos vamos al lado opuesto, a los aspectos subjetivos, esta concepción cambia totalmente.

El ejemplo más claro de esto se encuentra en la Zona Metropolitana del Valle de México: el interminable tráfico, las muchas horas que una persona enfrenta para trasladarse a su centro de trabajo, la incomodidad de un transporte público que es insuficiente (y a veces ineficiente), los elevadísimos niveles de contaminación del aire, visual y auditiva, así como los altos niveles de estrés y el exceso en las horas de trabajo crean un caldo de cultivo que descompensa por completo aquello que entregan los ingresos.

Los primeros preocupados deberían ser las autoridades competentes (es decir, el Sector Salud). El ritmo de vida de la Ciudad de México va a provocar en el mediano plazo más neuróticos, obesos, hipertensos, diabéticos y otras linduras para las que, en la actualidad, las instituciones de Salud no están preparadas.

Es más que sabido que tanto al gobierno como al sector empresarial no les interesa demasiado la idea de descentralizar, por lo que continuarán por mucho tiempo los mares de gente que cada año emigran a la capital mexicana.

Aceptando esa realidad, parecemos estar en un laberinto sin salida (y si no lo creen, observen qué tan eficiente ha resultado el programa «Hoy no circula» en estos meses de contingencia ambiental). Sin embargo, hay un aspecto a tener en cuenta que es, hasta hoy en día, muy poco explotado en Latinoamérica: la tecnología.

Con tantas herramientas ofrecidas tanto en hardware como en software, es hora de que las empresas dejen atrás las ataduras del pasado y entren de lleno al siglo XXI. La oficina como espacio físico es, para algunos trabajos, algo que se torna cada vez menos necesario (y en ocasiones hasta hace más complicadas las relaciones laborales). Por ese motivo, es momento de que se impulse de una vez por todas el denominado trabajo remoto.

¿Qué es el trabajo remoto? No es otra cosa sino la labor desde casa a través de una computadora. Por supuesto, no todos los trabajos pueden entrar en esta dinámica, pero por lo menos el 80% de la labor de oficina es sustituible por el también llamado home office.

Si bien es cierto que la comunicación cara a cara es insustituible, los muchos programas informáticos permiten una amplia gama de posibilidades: conversaciones escritas, videollamadas, audios, conferencias… ¿por qué no explotarlas?

Las ventajas tanto para las empresas como para los trabajadores son vastas. En primera instancia, la empresa ahorra en recursos (papelería, luz, agua, renta -si es el caso-, etc.) y garantiza que el personal siempre se encuentre laborando a tiempo; por su parte, el empleado deja de perder entre tres y cuatro horas al día en traslados, se olvida de gastos extra en alimentos y, al ganar tiempo libre y de descanso (además de una mayor convivencia con sus seres queridos), aumenta su productividad.

El impacto positivo también alcanza al ambiente y, como consecuencia, a las instituciones de salubridad… todo con el simple hecho de reducir el tráfico y la cantidad de personas que ocupan el transporte público en horas pico.

La parte negativa de esta solución se la llevarían negocios como las cocinas económicas, los restaurantes y las plazas, así como algunos miembros del transporte público, como taxistas, autobuses y combis. Sin embargo, vale la pena sopesar qué es más conveniente para la vida en esta metrópolis, y a final de cuentas, siempre habrá gente que utilice estos servicios (que dejarían de estar saturados).

Por supuesto, el trabajador y los mandos tendrán que reunirse eventualmente, pues las interacciones de este estilo nunca podrán ser sustituidas por las comunicaciones electrónicas, aunque estas reuniones generalmente se darían en un ambiente más relajado y sin llevar en la cabeza una pistola llamada reloj.

Otra posibilidad para aquellas mentes menos abiertas a este cambio es el sistema mixto (algunas veces en oficina y otras en casa), que traería una ayuda importante, aunque menos impactante, para la productividad, la felicidad y salud de los ciudadanos y el cuidado medio ambiente.

Quizás se trate de una frase muy quemada, pero es cierto aquello de que «el futuro es hoy». Si estamos en el siglo XXI, es hora de vivir en el siglo XXI y dejar atrás las dinámicas de la Segunda Revolución Industrial. Es momento de entender la «Tercera Ola» de Alvin Toffler y perder el miedo a esa otra cara de la tecnología.

El Palacio de los Deportes, un sitio no apto para conciertos

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El Palacio de los Deportes, un sitio no apto para conciertos

Blur en México. Mi asistencia al concierto la noche de este 15 de octubre estaba firmada desde que se anunció la presencia del grupo británico en la capital. El único pero que tuve desde un comienzo fue el recinto elegido para el recital: el Palacio de los Deportes, uno de los emblemas de la delegación Iztacalco.

Ese sitio no suele ser objeto de buenas críticas cuando se realizan conciertos en su interior… y esto no es de extrañarse; se debe tomar en cuenta que fue construido, como su nombre lo indica, para que en su interior se celebren competencias deportivas, especialmente baloncesto.

Bajo su domo de bronce, el foro diseñado por el equipo del arquitecto hispano-mexicano Félix Candela atestiguó hace no mucho el campeonato FIBA de las Américas. La duela del Palacio de los Deportes se cimbró no sólo por los emocionantes partidos, sino también por un público mexicano que se involucró como nunca con su selección de basquetbol, dirigida por el español Sergio Valdeolmillos, un tipo a quien ya debe considerarse un histórico en el deporte nacional.

Es cierto que incluso para los eventos deportivos, el recinto abierto hace 47 años ya no es del todo funcional. Por ejemplo, si una persona se pone de pie durante el encuentro, quien está atrás no ve nada si decide permanecer sentado, un problema que los estadios y arenas modernas ya tienen en cuenta. Sin embargo, este tipo de inconvenientes son mínimos si se comparan con los que ocurren durante un concierto de rock.

El de Blur no fue el mejor concierto al que he asistido. No quiero que se me malinterprete. La banda hizo su trabajo; Damon Albarn demostró que sigue siendo un gran showman e interactuó de forma fantástica con el público; Graham Coxon se entregó al máximo, disfrutó la noche como nadie y demostró por qué es uno de los mejores guitarristas de su generación; Alex James y Dave Rowntree hicieron un trabajo extraordinario y no decepcionaron a una multitud que los aclamaba. A nivel de interacción con el público, nunca había visto algo así; los de Colchester estuvieron fantásticos en todo momento. El problema no fueron ellos… fue la terrible acústica del Palacio de los Deportes.

Si se lo preguntan, no nos ubicamos en la parte más alta, sino en las gradas centrales (en la sección D). Un buen fanático de Blur sabe que Graham suele disfrutar del volumen alto y sus riffs con distorsión lo-fi. Sin embargo, el talento del guitarrista nacido en Derby no pudo ser apreciado al máximo porque la saturación de ruido no lo permitió. Ese también fue el motivo por el que las voces del grupo coral que acompaña a los de Colchester no se escuchaban (por lo menos en la zona en que estábamos).

Debo reconocer que el ambiente fue electrizante y el público se entregó al máximo, gritando y coreando prácticamente todas las canciones desde que los acordes de Go Out inundaron el coso de la colonia Granjas México pasadas las 21:30 horas… pero la arquitectura del lugar, el rebote del sonido y la ya mencionada saturación del mismo provocaron que esto fuese también un problema, pues por momentos las ondas sonoras chocaban entre sí. Para alguien que aprecie la música más allá del ambiente, la situación se tornó un poco frustrante: los acordes apenas se distinguían en ciertos temas. En una arena con estas características, el que el público grite en lugar de cantar (algo natural cuando se está en ese nivel de ebullición emotiva) suele ser terrible para escuchar una canción.

Por ese motivo, y aunque a nivel emocional ha sido uno de los conciertos que más he disfrutado, en el aspecto más importante no fue del todo satisfactorio (insisto, no por culpa de la banda). Comprobé que el Palacio de los Deportes (esa hermosa construcción que es inevitable admirar cuando uno pasa por las avenidas Río Churubusco, Viaducto y Añil) no debe albergar conciertos de rock.

A pesar de todo, la locura causada por Blur disfrazó en buena medida estas carencias… y lo entiendo, pues el público se dejó llevar por una noche que fue especial para muchos nostálgicos noventeros.

Para cerrar, resulta inverosímil que no exista vigilancia en ciertas zonas del recinto. Frente al sitio en el que nos ubicamos, una pareja fumaba feliz de la vida provocando malestar entre quienes estábamos ahí (y violando la ley, como casi siempre pasa). La situación se denunció con la persona encargada de la entrada, pero al carecer de un radio y ante la imposibilidad de moverse de la entrada, poco pudo hacer. Fue una situación lamentable…

ACTUALIZACIÓN: Después de revisar algunos videos en youtube, me quedó claro que el problema de acústica se hace más evidente en gradas. En la pista de abajo la fidelidad del sonido fue muchísimo mejor que en la zona en la que nos ubicamos (y que irónicamente es más cara).