Archivo mensual: julio 2018

19 de septiembre…

Publicado en
19 de septiembre…

Han pasado prácticamente 10 meses de aquella pesadilla que siempre esperé, como buen chilango traumado con los sismos.

Escribir sobre el tema me es triste, pero al mismo tiempo esperanzador. No quise hacerlo unos días después del suceso, cuando todos lo hacían, pues todavía estaba asimilando tanto lo que había pasado como la respuesta que tuvo la sociedad mexicana ante los desastres ocurridos en Oaxaca, Chiapas y la Ciudad de México con apenas unos días de diferencia. Necesitaba procesar la vivencia: el susto, el silencio, la esperanza y el orgullo.

Hoy puedo mirar las cosas desde la perspectiva de la experiencia, y al mismo tiempo lo hago exiliado de mi ciudad natal. Aclaro que se trataba de un plan trazado muchos años atrás, algo ajeno en un 80 por ciento a los terribles terremotos del 7 y 19 de septiembre de 2017.

Con las heridas un poco frescas pero en proceso de cerrar, me doy este pequeño espacio para contextualizar lo que viví tanto a nivel personal como siendo miembro de la maravillosa sociedad civil que mostró su mejor cara esos aciagos días en los que el verano se despidió con tristeza del centro y sur de México.

El susto

Septiembre había comenzado de forma convulsa para mí por muchos motivos. El mes anterior, mi papá había sufrido un infarto; salvó la vida por muy poco. Ha sido la mayor angustia de mi existencia hasta ahora.

Apenas me reponía mentalmente de ese episodio cuando comencé a sentir sensaciones extrañas a nivel laboral. En ese momento me encontraba trabajando en una empresa editorial deportiva, donde de alguna manera estaba dejando de ser útil para los propósitos que a esas alturas buscaban mis jefes y patrones. Pensaba, sin equivocarme, en un final próximo a esa aventura.

La noche del jueves 7 de septiembre regresaba del trabajo hacia mi casa con cierto desánimo. En esos días, vivía con Pamela, mi esposa, en la calle de Luxo en la vetusta Colonia Industrial de la Ciudad de México, fraccionamiento construido al norte de la capital hacia 1926 en una zona relativamente fangosa (si bien las construcciones siempre han tenido gran resistencia en ese barrio). Mientras caminaba sobre el inestable puente peatonal que conecta a la estación ‘Potrero’ del Metrobús con la lateral de la Avenida Insurgentes Norte, pensé fugazmente en un sismo; días atrás, mi hermano Rodrigo me había dicho textualmente: «Hace un chingo que no tiembla fuerte. Ya viene alguno».

Llegué a casa cerca de las 23:45. Cansado y preocupado por el futuro, saludé a Pamela. «Debo tomar un baño. Lo necesito», le dije. «Mejor espera a mañana, ya es muy noche», respondió. No la quise escuchar; en verdad requería el contacto con un poco de agua tibia para relajarme.

Pasaron unos minutos y abrí la llave para que se activara el bóiler. Apenas me había quitado la ropa y las primeras gotas caían sobre mi cuerpo cuando escuché el grito de mi esposa: «¡Roberto, sal, sal rápido! ¡Alerta sísmica!». Quizá pocos habitantes de la capital lo recuerden ahora, pero un par de días antes se había activado la alerta por accidente. Por ese motivo, me sentí un poco nervioso al principio, mas no aterrorizado. Como pudo, Pamela me llevó una bata y una toalla para que saliera inmediatamente. Prácticamente medio desnudo y mojado, bajé la escalera hacia la calle y me coloqué con ella en la entrada del inmueble.

Con la primera sacudida, me di cuenta de que no era un terremoto pequeño: «¡Ven, vamos hacia enfrente del parque María Luisa!», le dije, pues una de las esquinas es el único punto donde no hay exceso de cableado. Mientras el movimiento se hacía más violento, Pamela comenzaba a ponerse más nerviosa, por lo que la abracé lo más fuerte que pude. «Ya está pasando», trataba de calmarla a sabiendas de que era una mentira. Afortunadamente, poco a poco las cosas volvieron a la normalidad.

Cuando todo terminó, cometí un grandísimo error: subí a terminar de bañarme casi como si nada hubiera pasado. Hice una inspección rápida del inmueble y no vi nada fuera de lo común, pero fue una completa imprudencia. Eso sí, nunca volví a entrar sin miedo a la regadera en esa casa.

El servicio eléctrico se cortó por unos 25 minutos. Como todavía teníamos una línea analógica de Telmex, fuimos capaces de comunicarnos con nuestros familiares; todo sin novedad. Al volver el servicio, comenzaron a llegar las noticias del desastre en Oaxaca y Chiapas, donde viven muchísimas personas en condiciones de pobreza extrema. Lo primero que Pamela y yo pensamos fue en juntar víveres para quienes lo necesitaran. En ese momento no teníamos mucho dinero y contábamos únicamente con un par de latas de atún y verduras.

Los días pasaron y por motivos de logística y tiempo no pudimos hacer nuestra aportación en esos momentos. No sabíamos que muy pronto esa ayuda sería requerida mucho más cerca de lo que imaginábamos.

La noche del domingo pensaba en qué hubiera pasado si el epicentro de ese sismo, de magnitud 8.2, hubiese sido más cercano a la capital. Me preguntaba si la sobrepoblación y el abuso en las construcciones, que sin dudas estaban afectando el suelo de la ciudad, podrían ser el preludio de un desastre descomunal. Fue en uno de esos momentos cuando planteé la posibilidad de acelerar uno de mis grandes objetivos: mudarme a Querétaro para mejorar mi calidad de vida.

Entre el susto y la posibilidad de quedarme sin ingresos (algo que me inquietaba más que un terremoto), comencé a buscar vivienda más allá de las fronteras capitalinas.

El silencio

La siguiente semana, hubo una junta entre los mandos de la empresa editorial donde laboraba en la que se determinó mi salida. Apenas un día después de una reunión general en la que se trazaron objetivos claros para el último cuatrimestre del año y nos pidieron ponernos la camiseta más que nunca, recibí una llamada telefónica en la que fui informado de mi despido; se requirió de mi presencia para explicarme los motivos, aunque yo ya los sabía de antemano: desgaste, interés en otro perfil de trabajador, ahorro de recursos, etc.

En principio, recibí la noticia sin molestia. A fin de cuentas, había sido una gran oportunidad para aprender, conocer gente muy valiosa y sentirme parte de un proyecto que creció muchísimo con el paso de los años, aunque en un sentido no muy cercano a mis fortalezas.

Estaba asustado; me quedaría sin ingresos y el sueldo de mi esposa no nos alcanzaría ni dos meses para sobrevivir. Aunque las personas que prescindieron de mis servicios me ofrecieron alguna ayuda para encontrar un nuevo trabajo, algo que sin dudas consideré para salir de la urgencia financiera, tuve mucha suerte de ser considerado por un par de amigos para su naciente proyecto deportivo. Decidí tomar la oferta al instante, pues además de ser algo que dominaba totalmente, me permitiría trabajar a distancia, situación que podría aprovechar para continuar con los planes de una mudanza a futuro, quizás en uno o dos años. Esa decisión me hizo vivir el segundo terremoto otra vez en casa.

La nueva aventura laboral comenzó el lunes 18 de septiembre. Con un entusiasmo que se piensa los treintañeros ya no tenemos, inicié mis labores. Fue un día de aprendizaje, buenas sensaciones y también de nostalgia, pues me reencontré, aunque fuera vía remota, con viejos buenos amigos. Por ese motivo, las cosas no se complicaron. Fue un buen inicio.

El martes 19, el sol brillaba intensamente al norte del ex-DF. Ese día habría un simulacro a las 11 de la mañana en conmemoración al 32 aniversario del terremoto de 1985. Como suele pasar en muchas colonias de la capital, la gente no tomó en serio el ejercicio de evacuación.

«Nadie hizo caso a esto, pero cuando venga el sismo fuerte de verdad, se volverán locos y no sabrán qué hacer», comenté en el ‘chat’ laboral tras reincorporarme luego de evacuar y verificar las zonas de seguridad (que en ese sitio son escasas, pues si no se te cae un poste encima sí puede hacerlo un árbol).

A las 13:14, mientras terminaba de escribir una nota, sentí una leve trepidación. Fueron unos tres segundos de dudas, pues normalmente el edificio se movía de esa manera cuando pasaba transporte mediano o pesado sobre la calle Fundidora de Monterrey. Reaccioné rápidamente al notar que no había escuchado ningún vehículo así, por lo que en unos 10 segundos ya estaba en la esquina «segura», donde casi no hay cables. Sin embargo, cuando el movimiento se tornó más violento, muchísimo más que el del 7 de septiembre, decidí correr al parque María Luisa.

Ahí debí sujetarme de una pequeña cerca metálica que protege a los árboles de menor tamaño, pues el terremoto era tan fuerte que a todas las personas nos costaba mantener nuestro centro de gravedad.

Cuando todo terminó, miré el rostro de quienes se encontraban a mi alrededor: estaban aterrorizados. Probablemente mi cara era exactamente igual a la de ellos, pero no estaba frente al espejo para comprobarlo. Salvo el susurro de algunas personas preguntándose si estaban bien, el shock hizo enmudecer el sitio. Por unos segundos, vinieron a mi mente mis seres queridos: mi esposa, mis padres y hermanos, mis dos sobrinos recién nacidos (que estaban en ese momento en la Colonia Doctores), los abuelos, todos mis familiares. Temes lo peor.

Al volver a casa, vi los daños: algunos vasos y adornos despedazados, una pequeña grieta junto a la ventana de la sala y otra cercana al baño, ninguna de consideración. Sin energía eléctrica una vez más, por vez primera en mi vida «escuché» el silencio. No había voces, el trino de las aves era inexistente y los perros no ladraban. Era tan incómodo como estresante.

Las comunicaciones se cayeron totalmente en esa zona. Sólo mi línea telefónica analógica funcionaba correctamente. De esa forma pude saber que todos mis familiares se encontraban a salvo. Pero no podía comunicarme con mi esposa. Fueron minutos de una angustia indescriptible. Al poco rato, una de mis tías consiguió conectar con ella. Me tranquilicé, y sé que Pamela también cuando le comunicaron que yo estaba bien.

Encendí un radio recargable para saber las nuevas. Las primeras informaciones eran confusas; los locutores, todavía tensos y nerviosos, comentaban que se trataba de un sismo de magnitud 6.8 con epicentro en Puebla. Entre la confusión, yo no concebía que se tratara de un movimiento tan «ligero», pues lo había sentido muchísimo más que el de hacía un par de semanas.

Poco después comentaron que se trató de dos terremotos, el ya mencionado anteriormente y otro de magnitud 7.1 con epicentro en Morelos. Ahí fue cuando entendí la fuerza del sismo: la cercanía a la capital y la posible poca profundidad eran elementos a considerar para la percepción que tuve del fenómeno.

Sin certezas de nada, subí a la azotea, en donde se encontraba la jaula de lavado, para verificar que no existieran fugas de gas, y de paso tender una ropa que se había tallado por la mañana. A lo lejos, pese a la bruma contaminante, pude ver un par de pequeñas columnas de humo. Mi corazón se aceleró de forma considerable, pues entendí de qué iba la cosa.

Al bajar de la azotea, escuché a uno de los reporteros de la estación decir estas palabras: «Pido a la sociedad civil, a los bomberos, a los paramédicos, a los topos, a toda la gente que hace 32 años salió a ayudar, que vuelvan a hacerlo. Estoy en Álvaro Obregón 286 y la zona es un desastre; un edificio de oficinas se vino completamente abajo». Sentí el impulso de salir a ayudar, pero decidí esperar a Pamela. No quise irme de casa y provocarle un mayor susto del que tenía.

Las noticias de derrumbes, colapsos y daños se sucedieron una tras otra durante casi una hora. El silencio que predominaba en la calle de Luxo sólo era roto por mi radio y el sonido de las ambulancias que circulaban por la zona.

A través de los altavoces de la Secretaría de Seguridad Pública nos pedían no encender cerillos ni provocar algún chispazo mientras no se diera la indicación de que no había fugas de gas. Sin embargo, el sonido era tan poco claro que la gente, lejos de tranquilizarse, se alteró más.

A eso de las 16:40 horas, el servicio eléctrico se restableció en la Industrial. Fue entonces que pude presenciar a través de imágenes televisivas la magnitud del desastre. Mi mayor impacto se dio cuando conocí el colapso del edificio de Coquimbo 911 en Lindavista, la colonia que me vio nacer un 28 de marzo.

Pasadas las cinco de la tarde, Pamela llegó a casa. Nos abrazamos y soltamos algunas lágrimas. Estábamos muy afectados emocionalmente, pero no por el sismo, sino por el temor a la pérdida. No hacía mucho tiempo, ella había visto fallecer a su mamá, la persona más cercana que tenía; yo había vivido el infarto de mi papá y mi despido en sólo unas cuantas semanas.

Esa noche decidimos salir a comer unas quesadillas cerca del metro Potrero. Fue nuestra forma de asimilar las cosas. Nos dijimos que sería al día siguiente cuando tomaríamos las pocas cosas que tuviéramos para ir a algún centro de acopio.

La esperanza

A las 6:45 de la mañana, luego de dormir no más de tres horas, escuché que había un centro de acopio en el Deportivo Miguel Alemán, ubicado en el corazón de Lindavista.

De inmediato, nos levantamos. Tomamos las latas de atún, un par de aguas, cuatro cubetas, medicinas, gasas, objetos para la limpieza y el aseo personal y salimos hacia el lugar. En un principio quisimos llevar las cubetas a Coquimbo, pero por cuestiones de seguridad no nos dejaron pasar, así que fuimos directamente al Miguel Alemán.

En ese lugar, mi perspectiva del terremoto cambió por completo. Había muchísima gente llevando tantas cosas, tratando de ayudar y poner su granito de arena que incluso al recordarlo se me rozan los ojos. Por iniciativa de Pamela, pusimos manos a la obra nosotros también (yo estaba medio apendejado todavía, debo decirlo).

Aunque fuera por unas horas, las clases sociales se fueron a la mierda; lo mismo estábamos personas de clase media baja que gente humilde, niñas popis, señoras ricachonas, trabajadores jóvenes y muchos estudiantes de la zona. Mientras algunos hacíamos cadenas para organizar el traslado de víveres, otros armaban paquetes de comida para llevar a los rescatistas y voluntarios en las zonas más afectadas: Roma-Condesa, Xochimilco, la delegación Miguel Hidalgo, algunas partes de Cuajimalpa, los municipios de Morelos y varias zonas de Puebla.

Cargamos de todo esa mañana. Cajas de casi 20 kilos, paquetes enormes de aguas y despensas, medicinas, herramienta, ropa, etc. La ayuda parecía interminable.

Una escena describe mejor que nada el momento que vivimos esa mañana: una chica que no pasaba de 20 años, aproximadamente de 1.45 metros de estatura y con los brazos de la mitad del grosor que los míos (y eso que siempre he sido bastante delgado), estaba a mi lado en la cadena humana, levantando objetos cuyo peso hubiera sido para ella insoportable en otro momento. «Llevo aquí desde las cinco de la mañana y a las 11 debo irme a trabajar», me dijo cuando le pregunté si quería tomar un descanso. «No he comido nada más que una botella de agua y una mandarina, ¡pero siento que tengo superpoderes! Nada me detiene».

Sus palabras fueron como una inyección de adrenalina para mí, y al mismo tiempo sentí vergüenza de mí mismo por no haber tenido antes su claridad, su fuerza de superhéroe, pues sentía dolor en los brazos (también me preocupé por ella, ya que debía comer algo o podía colapsar; afortunadamente, una persona le ofreció un refrigerio minutos después). Apenas llegaron unas camionetas, me impulsé como resorte para ayudar a llevar las cajas, seguramente las más pesadas que he cargado en mi vida, pero que se convirtieron en plumas por unos minutos.

También quedé gratamente sorprendido por la capacidad organizativa de mi esposa, quien de inmediato llamaba la atención a toda persona que quería tomarse una foto «para el Facebook» en la cadena humana en vez de poner manos a la obra.

Ver a tanta gente sacar fuerzas de no sé dónde, su enorme fuerza de voluntad y la imperiosa necesidad de ayudar, nos devolvieron la esperanza. A comparación de miles de personas, nosotros hicimos muy poco, realmente casi nada. Los voluntarios del Miguel Alemán y otros centros de acopio, los rescatistas, aquellos que pusieron manos a la obra en los refugios para daminificados, incluyendo a aquellos que llevaban música y actividades de entretenimiento para los niños, merecen todos los aplausos del mundo. Ustedes, queridos amigos, son los verdaderos superhéroes de este país.

Estuvimos unas cuatro o cinco horas ahí. A pesar de que sólo traíamos fruta en el estómago, rechazamos los refrigerios. «Que los coman quienes llevan más aquí y los voluntarios que lo necesiten», fueron las palabras de Pamela. Sólo aceptamos una pequeña botella de agua.

Debimos partir porque ella no podía pasar tantas horas sin comer debido a un problema crónico de salud. Caminamos hacia una pizzería ubicada en Avenida Montevideo, desde donde presenciamos el lamentable show que la televisión estaba montando en plena tragedia. Dejando de lado en un 80 por ciento su labor informativa, los noticiarios convirtieron varios de los rescates en una telenovela lacrimógena de la que querían sacar provecho y rating. Fue bochornoso.

El orgullo

Nunca como antes, sentí un inmenso orgullo por la gente que habita este país. Como en todos lugares, existen personas que son una verdadera mierda, empezando por todos aquellos que permitieron las corruptelas (construcciones irregulares, mal uso de suelo, etc.) que derivaron en la tragedia del 19 de septiembre de 2017, pero son los menos.

Prefiero recordar esos días viendo la imagen de las personas que se volcaron a las calles a ayudar a sus hermanos en desgracia tal como lo habían hecho 32 años antes.

El terremoto tuvo varios efectos en mí. Primeramente, entendí que no me equivocaba al pensar que la ciudad esta rebasada. Muchas de las construcciones que se han hecho de forma irregular son producto de la sobrepoblación de la Ciudad de México. Entonces, mi mejor forma de ayudar a la capital fue partiendo de ella, cosa que hice en diciembre de ese año.

Por otra parte, observar la solidaridad de las personas, la forma en que se usaron las redes sociales para ayudar y darme cuenta de que los jóvenes no estaban tan dormidos en sus laureles como pensaba, me dieron nuevos ánimos y esperanzas en un futuro mejor para mi país, tan azotado por la violencia, el crimen, los malos gobiernos y los desastres naturales.

Dos o tres días después del terremoto, un hashtag se convirtió en trending topic en Twitter: «#HoyTengoFe». Era representativo de lo que vivíamos las personas de la Ciudad de México, Morelos, el Estado de México, Puebla, Chiapas y Oaxaca en esos momentos.